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La hermanita



Elba y Carmela, mis tías, iban a ser trillizas. Pero durante el embarazo  uno de los  fetos  absorbió a otro, y solo  dos de ellos se desarrollaron.  El tercero quedó oculto en el cuerpo de Elba,  enquistado   contra las costillas.
Alguien  me refirió la historia siendo yo muy chico. Como no podía entender la fusión  de embriones,  di por sentado que Elba, ya entera dentro de mi abuela,  se había tragado a lo que tenía al lado porque tenía hambre, o porque  le quitaba espacio.  Me fascinó  tener una tía caníbal: de chico hice varios dibujos inspirados en eso. En uno de ellos, que recuerdo haber llevado al colegio,   Elba abría una boca inmensa, un abismo negro bordeado de púas, para tragar a ,una nena de incongruente vestido,  mientras  Carmela  impedía que huyera agarrándola  desde atrás. Recuerdo que los tres parecían lagartos engordados, y que la historia me hizo  popular entre mis compañeros, porque les dije que en mi familia todos teníamos a otra persona adentro.
La primera vez que pregunté a Elba  por  la tercera hermana ella se abanicó, como hacía siempre que algo la ponía nerviosa, y  dijo “que barbaridad, quien te habló de esas cosas” , pero se llevó la mano a su lado derecho, como si algo ahí dentro se hubiera movido.  Pero de a poco llegó a hablarme de lo que había en ella  con cariño, y a permitir que  incorporara eso en mis juegos.  Me gustaba acercarme a sus costillas, golpear,. y fingir con voz aflautada  una respuesta. A veces Elba misma respondía. “No puedo salir” decía “mi mamá no me deja”. No se trataba de condescendencia hacia mí, sino de un juego entre pares: Elba nunca creció. Su lenguaje y sus gestos eran los de una nena, su pieza estaba llena de muñecos de felpa, se asustaba de los payasos y los truenos. Ir con ella a la plaza, era como ir con una amiga. Una que siempre tenía plata para golosinas y helados.
No es que fuera una idiota: trabajó, se compró un auto, hasta tuvo algún novio. Pero aunque anexara a su vida actividades de adulto, transitaba los años sin dejar de ser nena. Algo en su cabeza no se desplegaba. Vivía un mundo  minúsculo  que tenía a la madre en el centro, a quien obedecía sin discernimiento alguno, y percibía  todo lo que estuviera más allá de aquel terreno escaso como peligroso y corrompido.
En Elba todo eran sonrisas y diminutivos, pero su hermana Carmela  siempre estaba furiosa. Era la mala de las dos, la enojada con la vida que le gruñia casi a cualquier cosa que se le cruzara.Vivió peleada con sus vecinos, tenía la costumbre de echar a los chicos de la vereda a escobazos y hasta se decía que envenenaba gatos. No me gustaba jugar con ella porque, simplemente, ella no sabía cómo hacerlo. Si nos acompañaba a la plaza se quedaba en el banco, metiendo garrapiñadas y panchos en la U invertida de su boca, porque comía casi todo el tiempo. Era obesa, y ya de  joven  le costaba moverse.
Su mundo fue ínfimo también. Pero lo compartió con su hermana, con quién, pese a las diferencias, parecía fundida. No era raro que una completara la frase de otra, como ocurre con ciertos enamorados, que se comunicaran con gestos y ademanes que nadie más entendía, o incluso sin ellos. Decían que eran capaces de leerse la mente, que siempre sabían lo que hacía la hermana.
 En una ocasión, mientras jugábamos juntos en la plaza, Elba se levantó de pronto, dijo; “¡Mi hermanita!”, y corrió a verla.  Yo la seguí, dichoso. Cuando llegamos,  encontramos a Carmela caída en medio del patio. Se había resbalado mientras lo baldeaba, y era incapaz de levantarse sola.
Cuando salían juntas a hacer las compras iban  abrazadas. Elba iba siempre a la izquierda, y Carmela le pasaba un brazo sobre los hombros, pero sin acercarse mucho. Dejaban un espacio entre ellas, una oquedad.
Al crecer, me aburrieron los juegos y  diminutivos de Elba, y me hartaron las furias y achaques de Carmela. Empecé a verlas como las veían todos: dos viejas ridículas, las locas del barrio.  Las eludí, las vi cada vez menos, hasta limitar los encuentros a bautismos, cumpleaños y velorios. No dejé con eso de ser el sobrino preferido, lo que no me extrañó.  Con frecuencia, los caracteres mórbidos cimentan su amor en la escasez de méritos.
La muerte de la madre, que solo lamentaron ellas, privó  de sentido sus vidas: ya no tenían de quién ser las “hijitas”. Eso liberó de pudor su extravagancia.
 Carmela se volvió tan agresiva que los vecinos se escondían al verla,  y en cierta ocasión quiso alambrar la vereda. Elba comenzó a hablarle a su lado derecho a toda hora, y a ir de compras  con elefantes de felpa bajo el brazo . No mucho después enfermó, y se encerró en  su cuarto junto a sus muñecos. La atendía la hermana, que ya casi no podía andar.
Una tarde me llamó la mujer que limpiaba en la casa. Se me hizo obvio que no podía haber más que un motivo.
-Tiene que venir ahora-me dijo- yo acá no me quedo.
-¿Pero porqué?-dije yo, menos interesado que molesto. No quería tener que encargarme de  algo así.
-Está loca. Loca,  loca- respondió ella- ¿Ve? Eso les pasa por no tener hijos. Se les pudre la cabeza.
-No la entiendo, María…..
-Me voy- dijo, y me cortó.
Pedí un remise. En el camino llamé a Carmela al celular, pero no hubo respuesta. Me acordé de mis dibujos,  de su andar abrazadas.
 Al llegar salté la cerca y entré por la ventana, porque intuí que nadie iba a atender el timbre. El comedor seguía como lo recordaba, atemporal y húmedo, pero  sobre el olor a moho habitual había otro, que era acre y llegaba desde las piezas. La casa estaba  en silencio, con excepción del tictac del reloj en la pared y de lo que parecía un goteo espeso, o  un hervor.  Caminé hacia las piezas, consciente de que me temblaban las piernas. Al llegar al living, vi en el piso una franja de sangre, que surgía desde la habitación de Elba, trazaba un semicírculo sobre el parqué e ingresaba en la de Carmela.
Durante un momento miré aquella sangre como si no la entendiera, o  como si con eso pudiera transformarla en otra cosa. Después empecé a respirar por la boca, porque el olor era más fuerte ahí, y empujé la puerta de la pieza de Elba.
El cuerpo de mi tía estaba sobre la cama, con  las piernas muy juntas y las manos entrelazadas sobre el pecho. Tenía puesto un vestido blanco con volados y encajes, y  en la cara, que había tomado el color del mármol,  seguía  la mueca infantil   de siempre. Pudo haber estado dispuesta ya  para el velorio. Pero  en el vestido había un desgarrón a la altura del estómago, y debajo un hueco inmenso,  del que había brotado aquel  trazo rojo que cubría el suelo.
Caminé hacia la cama, hasta que vi a los lados del torso de mi tía parte de lo que hubo dentro de ella, y retrocedí hasta chocar con uno de sus estantes. Cayeron sobre mí ositos y jirafas de tela. Me llenaron de asco, como si hubieran estado hechos de lo mismo que había sobre las sábanas. Salí de ahí, con la vista en el rastro que atravesaba el living.  Entre a la  pieza contigua, con las manos alzadas frente a mí, como si esperara un ataque. La poca luz que la ventana  dejaba entrar  me permitió ver que Carmela estaba sentada en su cama, y se balanceaba en forma rítmica, doblada sobre sí misma. Estaba de espaldas a mí, y desde su regazo salía el borboteo  que había oído. La sangre cubría el colchón entero.
-Carmela-dije, y mi voz llenó la casa como un grito.
Ella levantó la cabeza, y la giró  en mi dirección. Vi el brillo de sus ojos, vi  sus dientes expuestos, como si riera. Pero no reía.
-Carmela….
-Fue idea de ella-  dijo de pronto- Fue su pedido.
Me miró por sobre su hombro.
-No quería que me quedara sola. ¿Entendés?
Caminé hacia ella, y vi lo que sostenía en los brazos. Era algo informe, una especie de tumor gigante, cubierto de salientes bulbosas que latían a un tiempo. Sobre una de esas formas, más grande que las otras,  había una cara, irregular y rugosa como  la de un escuerzo.  Los ojos   de esa cara me miraban, sin sorpresa y sin miedo. Como a alguien que  se conoce y espera.
-¿Por qué tenía que irse ella también?- dijo Carmela- ¿Por qué, decime?
No supe contestarle. Retrocedí, cerré la puerta y fui hacia la salida. Creo que se levantó a seguirme, porque oí pasos en el comedor cuando salía de la casa. Pero no quise darme vuelta a mirar.  Nunca volví, y no sé quién se hizo cargo  de ellas.




















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