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Porque este es mi cuerpo




Cuando por las noches Lidia se acercaba a la plaza, los gatos parecían brotar de la tierra. Desde la oscuridad surgían  de a docenas resplandores verdosos, lomos arqueados y colas tiesas, que se agrupaban en torno a la mujer con maullidos unánimes, entrecortados. Ella alzaba los brazos, como los santos de las estampitas, y empezaba a repartirles la comida. Algunos de los gatos, por exceso de hambre o de confianza, trepaban por sus piernas, con la intención  de llegar a la bolsa que sostenía contra el pecho. Ella se limitaba a sacudir la barriga, como si hiciera girar un inmenso ula-ula, y algunos de los escaladores, obedientes, recorrían el camino de vuelta; pero otros continuaban prendidos de su ropa, para atrapar desde ahí lo mejor de la cena.
Aunque hablara a los gatos mientras vaciaba las bolsas era imposible oírla, porque al ver los trozos de carne caer como lluvia, los animales elevaban el tono para gruñirse entre ellos. La escena confundía a quienes no eran del barrio: docenas de gatos parecían atacar a una mujer obesa, comerse sus piernas y aspirar al resto, con las fauces abiertas elevadas hacia  la mole vestida con telas negras. Lidia sonreía, con su cara circular inclinada hacia ellos, pero no era fácil comprender esa sonrisa, tan parecida a una mueca de dolor, al prólogo de un grito. En cualquier caso, a los gatos no les importaba. Ellos nunca sonríen.
En ocasiones alguien se detenía, y  le preguntaba a Lidia si estaba bien. Ella   giraba lentamente hacia la interrupción, y contestaba con su voz incongruente, casi inaudible:
—Claro que estoy bien— y estiraba sus dedos mochos en dirección a los gatos—¿No ve?
Vivía en el primer piso de una pensión frente a la plaza. Llevaba ahí dos años: tiempo suficiente, en un hotel, para convertirse en una de las huéspedes más antiguas. A pesar de eso, no había iniciado nunca una relación, por superficial que fuera, con ninguno de sus vecinos de pieza. Era casi imposible conversar con ella. Si alguien lo intentaba, no conseguía sacarle  más que frases hechas, intercaladas sin mucho sentido, rubores violentos y obstinadas miradas al piso...y esto si la charla era breve. Si el otro (por interés verídico o por morbo) trataba de explayarse, Lidia se alejaba rauda, con los brazos alzados a los lados del cuerpo a fin de equilibrar sus muchos pliegues. Desaparecía con un portazo dentro de su pieza, y dejaba a su interlocutor  frente a las muchas estampitas de la Virgen María que ella había pegado en la puerta.
La única que había tenido una que otra charla  con ella era Azucena, la encargada. Lidia iba cada primer día hábil del mes  a pagarle a su oficina en la planta baja, y aunque nunca le aceptó un mate le hizo, muy cada tanto  y casi a su pesar, comentarios sobre su vida anterior.
La mayoría de los huéspedes la consideraban  una pobre tonta, una enorme y patética solterona infantil. Pero su olor dulzón, como a fruta pasada,  su ropa siempre negra, tosca como la sotana de un franciscano, y las plegarias incomprensibles que a veces le  oían recitar, fortalecían la opinión de un segundo grupo, que la tenía por loca peligrosa.
—Algo raro prepara ahí adentro—decía una de las hermanas López, que ya llevaban tres años en el hotel—. Sale un olor rarísimo. Además ¿Vieron alguna vez lo que le traen del mercado?
Lidia nunca iba de compras: hacía  pedidos a domicilio a un mercado chino, que no era  ni siquiera el del barrio. Cuando el envío llegaba, nunca faltaba quien quisiera, como al pasar, entreabrir las bolsas, para averiguar en qué podía consistir la dieta de tan dilatada mujer. Pero el chino encargado de la entrega, que no tenía más que tres dedos en su mano izquierda, siempre estiraba los brazos sobre la compra para evitarlo.
—No-decía—.Plivado.
Era evidente que tenía órdenes de ocultar el contenido de las bolsas. Lo que Lidia quería evitar era que los demás vieran la absurda cantidad de chocolates y dulces que comía.  Pero en una ocasión, el chino de los tres dedos dio un mal paso mientras subía por la escalera con uno de los pedidos, y las hermanas López vieron desparramarse docenas de budines y packs de alfajores, frascos de mermelada, panes de manteca de medio kilo y comida para gatos. Carne, extrañamente, no vieron esa vez.
—La debe pedir al por mayor al  frigorífico—dijo una de las López—. O se compra las vacas enteras.
Y se rieron ambas, porque la fealdad ajena les parecía graciosa.



La pieza de Lidia daba al centro de la manzana. Era una de las más chicas, porque había sido la habitación del servicio mucho tiempo atrás, cuando la casa la ocupaba una familia patricia. Ahí vivía  con Michifus, su mascota. Por regla general, Azucena no aceptaba animales de ninguna clase, pero la primera vez que se lo mencionó a Lidia , a la pobre mujer le faltó poco para ponerse a llorar. Así que le permitió tener a Michifús, al que había traído con ella al mudarse. Era un macho color ocre, de ojos siempre entrecerrados, gordo como su dueña y casi inmóvil. Las pocas veces que los demás huéspedes pudieron verlo lo confundieron con un almohadón, o una bolsa de las compras. Ni siquiera maullaba.
Los adictos a los mascotas las prefieren siempre en cantidad: Azucena le preguntó en una ocasión por qué, siendo tan amante de los gatos, no había  traído más a su llegada. Ella miró al piso, y después de sobar el rosario que siempre llevaba colgado del cuello, dijo:
—El resto quedó con mamá, allá en la provincia.
La relación con su madre no debía ser buena, porque no recibía visitas ni salía nunca, a excepción de su cita nocturna  con los gatos. A la encargada le daba curiosidad la enorme soledad de esa mujer, y el hecho de que pudiera vivir sin trabajar, pero decidió no hacerle demasiadas preguntas. A una pensión  nunca le faltan ocupantes raros y con historias dudosas. Personajes sin pasado aparente, que parecen haberse corporizado al doblar por la esquina. Un encargado no sólo tenía que lidiar con la impuntualidad en los pagos, las puertas mal cerradas, los ruidos: a fin de mantener la estabilidad interna y el anonimato que muchos de los  mismos huéspedes solicitaban, tenía que saber callar también, y a veces mirar hacia otro lado. Eso hizo con Lidia, aunque a veces la compasión o el asco la dejaron al borde de cambiar de estrategia. Una mañana se la cruzó en la terraza y pudo ver, al levantar la mujer los brazos para colgar una de sus remeras en la soga, que la faja que llevaba debajo estaba demasiado ajustada. Eso tenía que dolerle. Cuando Lidia notó su mirada se enredó a la cintura una sábana    tan oscura como la ropa que siempre usaba, bajó la frente hacia el piso y la mantuvo ahí. Azucena murmuró un “Buenas” y la dejó sola. “Pobre loca”, pensó mientras bajaba la escalera.
A todos en el hotel les llamaba la atención la palidez excesiva de Lidia. No les parecía compatible  con la alimentación que llevaba, con la desmesura insólita de su cuerpo. La piel de su cara y sus brazos era completamente blanca, y estaba surcada por redes de venitas azules. Mirada desde cierta distancia, parecía estar hecha de mármol. Bajo los ojos, separados como los de un cordero y de pupilas siempre contraídas, tenía ojeras violáceas que le alcanzaban las mejillas; los labios eran del  mismo color. Azucena sabía que las manos siempre le temblaban un poco y Quiñones, el albañil que ocupaba la pieza de junto, aseguraba que por las noches se la oía gemir de dolor y a veces, sofocar un grito. Como Quiñones se emborrachaba seguido, y tenía varias biografías distintas, la mayoría solo le creyó a medias, lo suficiente como para tener de qué hablar. Pero aquél chisme promovió la imaginación entre los más desconfiados, que llegaron a creer a Lidia, en el caso de las hermanas López, una descuartizadora al servicio de la mafia china.
Ni la debilidad aparente ni los chismes alteraron nunca la reunión nocturna de Lidia con los gatos. Desde el inicio de su estadía en el hotel fue cada noche, sin importarle la lluvia ni el frío, o la presencia de vagos que tomaban cerveza en la esquina. Si llovía se cubría con bolsas de consorcio, unidas con cinta de embalar, que la hacían parecer una carpa ambulante, y los vagos de la esquina se habían acostumbrado a alejarse de ella cuando se acercaba, porque los gatos les gruñían y erizaban los lomos cerca de sus botellas. La esquina frente a la pensión, durante el tiempo que duraba la cena comunitaria, pertenecía a Lidia y a sus gatos.
Pero la escena no comenzaba con su llegada a la plaza. Poco antes de las nueve de la noche, desde su pieza salía el mismo aroma denso que ella llevaba en la ropa y la piel, solo que más intenso. Era un olor a sangre cocida, a grasa fundida al fuego. Invadía el pasillo, entraba al resto de las piezas por debajo de las puertas, como los insectos, se pegaba a las paredes y ahí resistía varias horas, a veces hasta la mañana siguiente.
Cerca de la escalera que llevaba a la recepción del hotel parecía estancarse y humedecer el aire; poco después la mujer llegaba desde el fondo del pasillo, con dos bolsas de plástico repletas de carne colgadas de los brazos. Siempre recorría el trayecto que la llevaba a la calle con la vista en el piso, el ceño fruncido y los puños cerrados. Se hacía ver enojada, porque esa era la hora en la que muchos huéspedes salían de sus piezas para recriminarle el olor, o a veces solamente para verla pasar, y asquearse a gusto de su gordura y su pelo grasiento.
Al salir a la calle casi corría hasta llegar a la plaza. Dos o tres veces un auto estuvo a punto de atropellarla al cruzar, pero no pareció que ella se diera cuenta. Se quedaba con sus gatos al menos media hora, riendo, gesticulando como si le hablara a un sordo, y volvía con la inmensa barriga manchada de sangre, y las bolsas vacías ovilladas dentro de sus puños. Subía la escalera entre resoplidos, agotada quizá por la única parodia de felicidad que conocía, y al llegar al pasillo ya no fijaba la vista en la losa del piso. Caminaba con la vista al frente y una sonrisa en sus labios lívidos. Era el único momento del día en que su expresión no era la de un animal fugitivo.
Una tarde cualquiera un hombre joven, vestido de blanco, se acercó a la recepción en la que mateaba Azucena, y pidió permiso para ingresar. Era empleado de una farmacia y traía, en lo que parecía el carrito de un bebé, un pedido para la habitación 17, la que ocupaba Lidia. Azucena estiró el cuello sobre el mostrador: todas las bolsas estaban cerradas con cinta, por lo que no pudo saber qué contenían, pero le llamó la atención que fueran tantas. “Quizás son golosinas”, pensó, “las farmacias también venden golosinas”. Permitió entrar al empleado y continuó con sus mates. Cuando, después de un tiempo que pareció excesivo,  el hombre de blanco bajó las escaleras, llevaba el carro vacío contra el pecho y estaba un poco pálido. Al pasar frente a la recepción, donde Azucena se había puesto a conversar con las López, se detuvo. Miró a la encargada, y dijo algo que la verborrea estridente de las López no permitió oír. Azucena vio que se disponía a acercarse al mostrador, con seguridad para repetir lo dicho. Con un mismo gesto, el que usaba para los vendedores, lo saludó y le indicó la puerta. El hombre miró a las López con la nariz fruncida, y salió del hotel.
—Yo no quiero problemas— se dijo Azucena, mientras la López continuaban hablando—. Ya tengo bastantes.
Dos noches después, Quiñones encontró a Lidia caída en la plaza. Volvía de gastarse en un bar la paga del día, y al llegar a la esquina frente a la pensión vio, entre dos espinillos, lo que le pareció una carpa improvisada. “Otro que se quedó en la calle”, pensó, “que mal está la cosa”. Pero al acercarse notó que aquel bulto estaba cubierto de gatos, que maullaban con las uñas hundidas en la tela oscura.
Sobrio, Quiñones se habría mantenido lejos de aquellos lomos arqueados, pero la borrachera lo envalentonaba. Con la botella que no había terminado en una mano, y una rama partida en la otra, se acercó a los animales dando gritos y los alejó. Sobre la tierra, tendida boca abajo, estaba Lidia. Casi no había luz, pero Quiñones pudo notar que la mujer tenía la remera subida, y que debajo, desgarrada, había otra clase de tela.
—¡Lidia!— le dijo a la mujer caída, mientras tiraba hacia arriba de  sus brazos, tan anchos como muslos—.¡Lidia, que se va a ensuciar!
Cuando Quiñones, para hacer más fuerza, afirmó sus piernas sobre la tierra húmeda, Lidia dio un grito. Giró la cabeza hacia el albañil, abrió mucho los ojos y sacudió los brazos. Lo hizo con tanta fuerza que tiró a Quiñones contra el tronco de uno de los espinillos. El golpe, aunado a la borrachera previa, desmayó al albañil. Lidia se arrastró por la tierra, acomodándose la ropa, hasta llegar a la vereda. Ahí se enderezó, y sin mirar hacia atrás corrió hasta el hotel. Nadie la vio entrar, pero muchos la escucharon tropezar en la escalera, y dar un portazo al entrar a su pieza. No mucho después llegó Quiñones, que ya no estaba  seguro de qué había pasado.
Los gatos de la plaza no tuvieron visitas  la siguiente noche. El primer piso del hotel no se llenó del olor habitual, y nadie cargó bolsas humeantes a través del pasillo.  Algunos advirtieron esa variación, pero no pensaron en que podía causarla ni la comentaron con otros. Registraron la novedad con alivio, y continuaron frente a sus  televisores o sus botellas: si no molestan, las personas como Lidia no existen.
El fondo del hotel daba a una playa de estacionamiento. Al anochecer del siguiente día el empleado vio a un gato, tan grande y gordo como un oso de peluche,  treparse con dificultad a las rejas de una de las ventanas del primer piso, y desde ahí maullar hacia la calle.
Al empleado los gatos le caían bien, por lo que no trató de espantarlo  y siguió con sus cosas. No mucho después había varios gatos sobre el techo de varios de los autos: todos miraban hacia la ventana del primer piso, en la que el falso oso de peluche continuaba con sus maullidos. “Será una hembra en celo”, pensó, y decidió que una orgía felina era mucho. Con un plumero en la mano, se acercó a los animales para ahuyentarlos. Pero los gatos, en lugar de escapar hacia la calle, saltaron hacia las cañerías que recorrían el muro, y desde ahí, estirándose apenas, pasaron a través de las rejas y se reunieron con el maullador.
—Bueno-se dijo el hombre—. Que se diviertan.
Aquél fue el primer grupo que saltó a la ventana, pero cuando oscureció del todo aparecieron más gatos. Muchos más. Desde su cabina, el empleado solo veía solo el brillo de sus ojos, y a veces las puntas de sus colas rígidas. Se movían, de a dos o tres, sobre los techos de los autos, y desde ahí, uno a uno, saltaban hasta la ventana. El gato gordo ya se había ido, pero seguían oyéndose maullidos, que ahora eran múltiples, roncos y entrecortados. Al empleado le recordaron ciertos ubicuos sonidos humanos.
Tomó el plumero otra vez, y se acercó a los gatos a los gritos. Pero la oscuridad debió envalentonarlos, porque no sólo no escaparon, sino que uno de ellos saltó sobre él y le mordió una mano, antes de ir hacia la ventana del hotel, que a pesar de la hora seguía completamente a oscuras.
—Bicho de mierda—gritó, y le tiró con el plumero, que rebotó contra las rejas de la ventana.
Decidió que bien podía dejar la playa sola por un rato, salió a la calle y caminó hasta la esquina. En la puerta del hotel encontró a Azucena y le dijo:
—¿Qué pasa en el primero?
—¿Cómo que qué pasa?—dijo ella.
—¡Se le está llenando de gatos!
—No lo puedo creer…
Azucena entró al hotel y subió las escaleras, seguida por las hermanas López, que habían escuchado la conversación. Cuando llegó al final del pasillo golpeó con puerta la puerta de la pieza de Lidia.
—¡Lidia! Abra por favor.
Aunque insistió con el llamado y los golpes, no hubo repuesta. Lo que sí logró fue congregar detrás de sí a la mitad de los huéspedes que, alertados por las López, habían cambiado sus programas de cable por algo más prometedor.
—¡Abra usted, Azucena!— le decían ansiosos— ¿No tiene la llave?
Ella sacó su llavero del delantal, encontró la llave de la habitación 17, y la giró en la cerradura. Pero cuando estaba por abrir la puerta, el susurro constante a sus espaldas la hizo gritar:
—¡Chismosos de mierda, vuelvan a sus piezas!
Los huéspedes retrocedieron dos o tres pasos, y ella entró. No permitió que se colara   nadie, pero mantuvo la puerta entreabierta.
La luz del pasillo iluminaba el falso parqué, que estaba cubierto de trazas más oscuras, y llegaba hasta los pies de la cama de Lidia. En las sombras había destellos de luz, y un rumor que Azucena no tardó en descifrar: era el crujido que producen las uñas de los gatos. Su mano ya había tanteado la pared, hasta encontrar el interruptor de la luz, pero antes de encenderla quiso hablar de nuevo, como si eso fuera a negar el rumor, a borrar los trazos sobre el piso
—Lidia-dijo—. Lidia, por favor.
Lidia no respondió, pero se detuvo el rumor de las garras, y surgieron gruñidos de distintos lugares de la pieza.  Pegada a la pared y con una pierna contra el marco, para que la puerta no fuera a cerrarse, la encargada encendió la luz.
Gritó de inmediato, y empezó a golpear con fuerza la puerta. Muchos de los animales se amontonaron contra la ventana, pero otros se quedaron donde estaban, mirándola. Algunos arquearon los lomos, y estiraron sus garras hacia ella, pero Azucena no retrocedió ni dejó de gritar.
Sobre la cama  yacía Lidia desnuda, y a través de boquetes que no podían haber hecho, los gatos entraban y salían de su cuerpo, como de un lugar al que ya se conoce. Se llevaban fragmentos, bebían del fluído que empapaba las sábanas, o desgarraban la piel lívida de las inmensas tetas. Parecían entusiasmados, recordaban a chicos en un pelotero. Sobre la cabeza de la mujer estaba Michifús, que ya no tenía el color de siempre. Con las patas delanteras le cubría los ojos, y la punta de su cola extendida se combaba justo sobre los labios, como si buscara crear una sonrisa donde raramente hubo alguna.




































































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