Ir al contenido principal

El repuesto




Cuando se presentó dijo su nombre como si acabara de inventarlo. A Cora, que alquilaba la casa por primera vez, eso la inquietó un poco. En el pueblo nunca pasaba nada, pero ella seguía los noticieros de Buenos Aires, y en cada tipo raro sospechaba a un posible prófugo de la justicia. Pero los documentos de López estaban en regla, ofrecía pagar seis meses por adelantado y parecía inofensivo. De lejos, por su forma de andar y su flacura, recordaba a un chico de doce años. De cerca los ojos casi incoloros, la piel rugosa y la expresión cansada sugerían muchos años, no exactamente bien vividos. Las manos angostas, pálidas y de dedos largos, hacían pensar en un palmípedo albino.
Cora tardó poco en notar que Pérez hablaba de una forma extraña. Como si le costara recordar el idioma o tuviera dificultades para vocalizar, miraba al aire después de cada pregunta (salvo excepciones, hablaba solo cuando le preguntaban algo); después inspiraba con fuerza y respondía lentamente, silabeando a veces. Alguna vecina le dijo que debía tener un auricular desde el que alguien le dictaba las respuestas, que él no escuchaba muy bien. Otros, menos complejos en sus conjeturas, lo dieron simplemente por tímido o por tonto.
López se instaló en la casa, que había sido de los padres de Cora, e hizo traer sus cosas a través de un flete. Todas las viejas del barrio, poco acostumbradas a las novedades, estaban detrás de las cortinas aquella mañana. Espiaban al nuevo, al tipo que se mudaba a ese pueblo olvidado sin motivo aparente. López bajó de la camioneta un solo bolso, donde debía estar su ropa, y después, junto con el fletero, varias cajas grandes de madera. Al fletero, que era un hombre pesado, se le resbalaron de las manos varias veces, y se quejó de que ese no era su trabajo, pero López no pareció tener ningún problema. Dedicó al fletero una mueca parecida a una sonrisa, le pagó más de lo convenido y se encerró en la casa.
No salió a la calle durante varios días. Pero Cora, que vivía en la casa de al lado, escuchó golpes de martillo, el ruido de una sierra y de lo que le parecieron envases de lata. Para asegurarse de que su inquilino no fuera a dañar la construcción, fue a tocarle el timbre. López le explicó que era estudioso de la meteorología y la astronomía, y que estaba armando los aparatos que necesitaba.
-Si usted no tiene objeciones estéticas- le dijo, casi silabeando- voy a instalar algunos en la terraza.
Cora no tenía objeciones estéticas. Así que Pérez armó en la terraza un artefacto incomprensible: un racimo de telescopios, algunos combados y hasta espiralados, unidos por cables y tubos de vidrio. Algunos de los telescopios se elevaban varios metros hacia el cielo, o caían hacia la vereda como plantas colgantes. De lejos, el conjunto parecía una instalación de arte moderno o un depósito de chatarra.
-Te va a llenar la casa de lauchas con esos trastos- le dijo a Cora una vecina.
-No creo-contestó ella-. parece muy limpito. Siempre tiene olor a Espadol.
-Además ya terminó con eso, y todavía hace ruido-continuó su vecina- ¿No estará haciendo un túnel, Cora?
Ya instalados sus artefactos, Pérez salió a recorrer el pueblo. Sonrío a todos los que se cruzó, siempre mirando al frente, y apenas reparó en las casas: las miró como si fueran accidentes del terreno. Pero le gustó el mar, porque después de su primer recorrida sus paseos se limitaron a la playa. El pueblo no tenía hoteles, ni feria artesanal, ni shopping. Por lo tanto, no había turistas. Así que Pérez podía caminar tranquilo por la arena casi blanca, sin tener que esquivar cuerpos o pelotas. A veces se quedaba cerca de la orilla hasta que oscurecía, mirando concentrado las olas, o entraba en el mar con la ropa puesta y aunque hiciera frío. Caminaba dentro del agua con la vista hacia abajo, como si buscara algo que se le hubiera caído, o miraba el cielo con un catalejo que era fluorescente y se podía enrollar como una soga. Muchos dieron por cierto que era de juguete, y que López estaba mal de la cabeza. Alguna vieja hizo correr el rumor de que podía haberse escapado de algún lado, que era un loco peligroso de la capital y que Cora tenía que andar con cuidado. Si se aburren lo suficiente, hasta las mentes más romas pueden idear buenas historias. A Pérez nadie le dijo nada, quizá por temor a que las arruinara. O por qué no había muchas ocasiones para hablar con él. La casa que alquilaba estaba a metros del mar, y en la mayoría de sus paseos no se cruzaba a ningún vecino. Y cuando iba al almacén llevaba entre las manos algo similar a una calculadora, y solo despegaba la vista de la pantalla cuando tenía que pagar. El chino de la caja a veces tenía que repetirle el monto de la cuenta, porque López se lo quedaba mirando como si no entendiera . Lo cierto es que lo que en otro hubiera resultado grosero, en Pérez no irritaba a nadie. Daba la impresión de habitar una realidad paralela, de no estar del todo en donde estaba. Su tamaño de niño y sus ojos, siempre muy abiertos y mirando al frente, reforzaban la impresión. No podían esperarse conductas convencionales de alguien así. Se hablaba de él de todas formas, pero por hacer algo nada más, como se habla del tiempo o las enfermedades ajenas.
Y eso a pesar de que las compras de Pérez en el almacén eran curiosas. Llevaba solamente fideos, yerba y jabón, siempre en las mismas cantidades. Nunca nada para tomar, nunca fruta o verdura. Pagaba con billetes nuevos, crujientes, y cuando recibía el cambio lo dejaba en el hueco de su mano ínfima, como si no entendiera que tenía que hacer con eso.
-¿Come fideo sin aceite, nada?- se preguntó un día el chino al verlo irse, aún con el vuelto en la mano.
-Pescará en la playa- contestó una cliente-. O estará enfermo, y sigue alguna dieta rara.
Cora se lo encontraba a la mañana, cuando subía a colgar la ropa. A esa hora, Pérez desmontaba parte de su instalación en la terraza de al lado. Dejaba en su sitio los soportes, pero se llevaba los telescopios y unas esferas de vidrio, grandes como naranjas, que por la tarde volvía a esparcir sobre las baldosas.
Un día Cora se animó a decirle:
-Mire que puede dejar todo ahí, acá nadie roba nada.
Sorprendido, Pérez casi dejó caer las esferas. Miró a la mujer, respiró hondo y dijo:
-Miedo no hay. Son aparatos frágiles, de noche se usan. El sol les hace mal, los descarga.
-Como quiera- dijo Cora, mientras estiraba una sábana-. Por ahí tiene que ir a trabajar, y le da miedo dejar eso ahí.
Cora quiso saber de qué vivía López.
-Trabajo acá-dijo López, como quién durante un examen da una respuesta de la que no está seguro-. Trabajo en casa, no salgo.
-¡Que bien, que comodidad manejar sus horarios!-dijo Cora, que no quería creerle-¿Lo mandaron de Buenos Aires a investigar algo?
-Generalmente buenos, sí.-dijo López, y se pasó por la frente una de las esferas-. Menos cuando se nubla o llueve, es un problema eso. No puedo investigar así.
Miró hacia arriba, sin entrecerrar sus ojos.
-No puedo ver si llega lo que espero.
Después, como avergonzado, bajó con rapidez la escalera.
Las mañanas siguientes a una noche lluviosa su expresión cándida habitual quedaba oculta bajo las arrugas de la cara, que se hacían más profundas. Los ojos se le oscurecían hasta parecer manchas de agua barrosa, y miraba molesto a los lados, como si el pueblo tuviera la culpa. Nunca iba al chino esos días, pero pasaba horas caminando en la playa. Por lo general permanecía dentro de los límites del pueblo, pero a veces lo veían seguir de largo hacia el sur. A diez kilómetros estaba Mar del Alma, que se había puesto de moda pocos años atrás. Una noche, cuando sacaba la basura, Cora lo vio llegar desde la playa. No traía puesta su remera blanca de siempre, tenía los pantalones muy sucios y un chichón enorme en la cabeza.
-¿Qué le pasó?- dijo, acercándose a él por el camino de arena que nacía a un lado de la casa.
Por respuesta, Pérez se señaló el chichón, y un moretón gris que le cubría el pecho.
-Venga, venga que le pongo hielo- dijo Cora-. Fue a Mar del Alma y le robaron, ¿verdad? Desde que está de moda se llenó de chorros.
-Tienen mi visor-dijo López, estirando una mano hacia el sur.
-¿Su telescopio? ¡Qué desgraciados! ¡Sí le robaron, entonces!
-Robar-dijo López- Sí. Robar.
-¡Pobre hombre!
Cora extendió los brazos hacia Pérez. Como a tantas señoras de su clase, el disgusto y la pena la estimulaban. Limpiar y curar a aquel hombre extraño y frágil le pareció de pronto el mejor programa posible para esa noche.
Pérez retrocedió ante sus brazos como un perro golpeado.
-No-dijo-. Voy donde estoy. Me curo mejor ahí.
Trotó hacia su casa y entró por la ventana, porque debía haber perdido sus llaves. Cora estuvo el resto de la noche lamentando no haber tenido sus anteojos puestos. Porque había notado algo raro en el torso de Pérez, y en el color de las manchas sobre su pantalón. Brillaban mucho-pensó- y él en el pecho tenía nada...era liso.
A la mañana siguiente el chichón de Pérez había desaparecido, y estaba en la terraza como siempre, manipulando su instrumental. Cora le ofreció acompañarlo a la comisaría para hacer la denuncia. Él la miró dos segundos e hizo un gesto afirmativo con la cabeza, pero siguió sobre sus instrumentos, sin pronunciar palabra.
-Que haga como quiera- dijo Cora para sí al dejar la terraza, y esa misma tarde les contó a sus vecinas la historia. Omitió los detalles sobre el pecho de Pérez, porque no quería que las demás pensaran que se andaba fijando en los hombres a su edad. Pero se regodeó en el chichón, y en el lugar en el que se lo habían hecho
-Está lleno de negros, Mar del Alma- dijo la vecina que había pensado en túneles-. Y de hippies. Una degeneración total.
- Y él- dijo otra- en algo raro anda. Si no hubiera ido enseguida al médico, y a hacer la denuncia.
Les gustó reavivar sus sospechas, que se habían adormecido con los días, y esparcieron la historia en todo el barrio.
Muy pronto López fue considerado un riesgo para la seguridad del pueblo, debido a sus vínculos con elementos delictivos de Mar del Alma. Pérez no se enteró de los rumores, pero debió notar que todos esos ojos de miradas fijas tenían ahora un tinte más oscuro, como si no les llegara la luz. Dejó de ir a hacer sus compras previsibles al chino, y realizó sus visitas a la playa solo de madrugada. Seguía cruzándose con Cora en la terraza, pero ahora fingía no escucharla si ella preguntaba algo, y se mostraba mucho más atareado con sus artefactos. Movía las bolas de vidrio de un lado a otro durante horas, cambiaba de lugar los telescopios, los frotaba a cada rato con un líquido naranja que llevaba en un tubo metálico. Hablaba para sí en voz baja, omitiendo siempre las vocales. Solo una vez, y después de insistir, Cora consiguió que le aceptara un mate a través de la medianera.
-Es suavecito y le pongo cedrón- dijo-. Queda muy rico.
Pérez miró el mate como un chico a la jeringa del médico.
-Está afilado, eso-dijo.
-¡Afilado donde! No sea pavote, tómese uno.
Pérez estiró los labios hasta formar con ellos una trompeta pálida, y los cerró sobre la punta de la bombilla. Aspiró con fuerza y en cantidad, pero no pareció que tragase el agua.
-Lo veo como nervioso, Juan- dijo Cora-. Anda más ocupado que antes.
-Ocupado que antes. Sí.
-¿Por?
Pérez miró el cielo y después las palmas de sus pequeñas manos, como si fueran parte de lo mismo. De pronto, y para asombro de Cora, suspiró, y las muchas arrugas de su cara se profundizaron. Se lo vio más viejo y triste.
-No dan los cálculos-dijo-. Tarda mucho lo que espero. Se me acaba el tiempo.
-¿Qué es lo que espera?
-Lo que me prometieron- dijo Pérez, y se fue de la terraza. Al bajar la escalera, escupió el agua que había aspirado.
Tres noches después, de madrugada, muchos se despertaron por un ruido que llegó desde el mar. Pareció un trueno o el golpe de una ola inmensa. Nunca había olas grandes por ahí, pero como los noticieros hablaban mucho de tsunamis fueron varios los que corrieron hacia la playa. No vieron nada distinto a lo de siempre. Era una noche despejada, de luna llena, y el mar estaba apenas un poco picado. La única en señalar una probable anomalía fue la vecina de Cora que pensaba en túneles y en hippies.
-Justo estaba en la terraza- dijo-. Y vi bajar una luz desde el cielo. Parecía una bola de fuego y cayó en el mar, bien al fondo. Por mi madre les juro.
Nadie dudó de su honestidad, pero la señora tenía cataratas, así que pronto los vecinos volvieron a sus camas. La noche era fría.
Cuando las calles quedaron de nuevo vacías, Pérez, que se había subido al telescopio más largo y desde ahí miraba hacia el mar, saltó los cuatro metros hasta la vereda y corrió hacia la playa por el camino de arena. Nadie lo vio entrar caminando al mar, con un destornillador espiralado en una mano y una esfera de vidrio brillante en la otra.
A la mañana siguiente el borracho del pueblo, que acababa de despertar sobre la arena húmeda, lo vio salir. Se asustó mucho, porque López había perdido su ropa durante la inmersión, y su cuerpo era liso por completo, no solo en la zona que Cora había visto. Las córneas le brillaban, y entre los brazos llevaba lo que al otro le pareció una geoda inmensa. López pasó a su lado sin verlo, y caminó apurado hasta la casa. El borracho se hizo la promesa de volver a las reuniones de Alcohólicos Anónimos esa misma semana.
Cora también vio a López, porque siempre barría la vereda temprano. No advirtió la total ausencia de pliegues en su cuerpo, porque le llamó la atención la enorme roca brillante que llevaba, y los contornos alterados en su cara. Uno de sus ojos se había alargado hasta parecer el de un chino, y en la sien opuesta la piel pálida se había desgarrado, dejando ver un material traslúcido que a Cora le hizo pensar en gelatina.
Cuando vio a su vecina, Pérez sonrió.
-Ya llegó-dijo-. Mucho tiempo por fin.
Y de un salto subió a la terraza.
Cora se quedó un buen rato apoyada en la escoba, procesando lo que había visto. Estuvo a punto de ir a contarle todo a sus vecinas, pero se metió en la casa y se sentó a matear junto a la radio. Del otro lado de la pared, volvió a escuchar los ruidos del principio, cuando Pérez acababa de mudarse. Esta vez eran más fuertes, más urgentes. Hacia el mediodía lo escuchó en la terraza, y por el alboroto dedujo que estaría desarmando su observatorio. Después no lo oyó más. Pensó en ir a tocarle el timbre con alguna excusa. La frenó el recuerdo del mazapán verde en la sien, y el salto de cuatro metros. Al anochecer se sentó cerca de la ventana que daba a la calle. Pero no vio pasar a Pérez rumbo a la playa, como siempre.
-Si mañana no lo veo cuando subo a colgar la ropa-se dijo- voy y le hablo.
Cenó, vio la telenovela, se durmió en el sofá.
La explosión la hizo dar un grito, como cuando se sale de una pesadill. Cayó al piso, y al levantarse dolorida entendió que era lo que había oído. La casa de sus padres parecía estar viniéndose abajo.
-¡Me va a escuchar!-gritó mientras se ponía la bata y salía a la calle-¡Me va a escuchar!
En la vereda ya había varias vecinas apiñadas, mirando hacia la casa que ocupaba López. Cora miró también. Por las ventanas de la casa salía un humo azul, y el ruido similar al de una turbina de avión hacía doler los oídos. Desde la terraza subía al cielo una columna de luz anaranjada, tan intensa y compacta que parecía sólida. Antes de que Cora pudiera decidir qué hacer, dentro de esa columna apareció un cilindro cubierto de cables. Ascendió hasta unos tres metros sobre el nivel de la terraza, y ahí se detuvo. Una figura pequeña y desgarbada, que parecía hecha de plastilina, saludaba a Cora desde el interior. Ella devolvió el gesto, porque le habían enseñado de chica que el saludo no se le niega a nadie. Al segundo, el cilindro se elevó dentro del haz de luz, que se perdía en la oscuridad del cielo. Muy pronto desapareció de su vista, ycomo si se hubiera tratado de vapor, la luz naranja se desvaneció


Después de voltearse a mirar a sus vecinas y descubrir que todas habían corrido a esconderse, Cora entró a la la casa de sus padres. No necesitó la llave: la explosión había sacado a la puerta de sus goznes. Contra lo que esperaba, los destrozos en el interior no eran muchos. Además de la puerta, el único daño notable era una perforación circular en el techo del living, tan prolijamente realizada que parecía una claraboya. Tenía el mismo ancho del cilindro que había visto elevarse, y una sustancia gelatinosa, naranja como la luz que había subido al cielo, goteaba desde los bordes. Todo lo demás estaba en su lugar. En el mismo lugar en el que estaba cuando alquiló la casa, dos meses atrás. Al fondo, la cocina era intransitable, porque las pilas de paquetes de fideos, yerba y jabón llenaban el piso. Sobre uno de los packs vio lo que creyó en principio una bolsa de arpillera doblada. Pero cuando la desplegó entre sus manos dió un grito y cayó hacia atrás, aplastando varios paquetes de tallarines. Era la piel pálida, apergaminada y sin protuberancias que había llevado su inquilino encima. Era evidente que ya no la necesitaba. También, que era consciente de los gastos que su partida ocasionaba: dentro de esa piel había varios fajos de billetes de quinientos. Demasiados, a decir verdad. Uno de ellos tenía adosada una nota, escrita con la torpeza de un chico de cinco años.
GRACIAS POR SERVICIOS A VECES MAL HUMOR DURANTE ESTADIA SEPA DISCULPAR FINALMENTE LLEGO REPUESTO DESDE LUGAR DE ORIGEN RECORDARE AGRADECIDO KLAP
Cora guardó la carta y la piel en el estante más alto de su armario, bajo llave. Con los billetes que le dejó Klap, además de arreglar la casa, abrió una tienda de artesanías cerca de la ruta. Le fue mejor de lo que hubiera esperado, porque el pueblo empezó a recibir visitas, hippies de Mar del Alma y místicos de Buenos Aires más que nada . Ella nunca contó a nadie la historia completa de Klap, pero lo que dejó saber de su inquilino puso al pueblo de moda como zona de visita de ovnis. Hubo que improvisar alojamientos, inaugurar ferias y, de vez en cuando, hacer correr rumores de avistajes nuevos.


















































































































Comentarios

Entradas populares de este blog

La lengua de los geckos

Diez de mis cuentos extraños, reunidos en un libro de la editorial Muerde Muertos-

La entrevista que me hizo María Laura Paredes

https://cuatrobastardos.com/2019/02/24/4b-intimo-entrevista-al-escritor-fabian-garcia/

Porque este es mi cuerpo

Cuando por las noches Lidia se acercaba a la plaza, los gatos parecían brotar de la tierra. Desde la oscuridad surgían  de a docenas resplandores verdosos, lomos arqueados y colas tiesas, que se agrupaban en torno a la mujer con maullidos unánimes, entrecortados. Ella alzaba los brazos, como los santos de las estampitas, y empezaba a repartirles la comida. Algunos de los gatos, por exceso de hambre o de confianza, trepaban por sus piernas, con la intención  de llegar a la bolsa que sostenía contra el pecho. Ella se limitaba a sacudir la barriga, como si hiciera girar un inmenso ula-ula, y algunos de los escaladores, obedientes, recorrían el camino de vuelta; pero otros continuaban prendidos de su ropa, para atrapar desde ahí lo mejor de la cena. Aunque hablara a los gatos mientras vaciaba las bolsas era imposible oírla, porque al ver los trozos de carne caer como lluvia, los animales elevaban el tono para gruñirse entre ellos. La escena confundía a quienes no eran del b